Salí afuera, pues ya no aguantaba más el aire viciado ni la conversación forzada, y fui directo a sentarme en la barandilla de piedra, justo al lado de las escaleras, a contemplar el mar. Era un buen sitio para pensar. En la calle apenas se veía un coche o dos. Un transeúnte se paró a preguntar a una pareja si tenían fuego, y ella lo complació sacándose un mechero del bolso. Fijé la vista en el cielo intentando encontrar alguna estrella, pero las endiabladas luces de la ciudad apenas permitían vislumbrar cuatro o cinco. Aún así –pensé- se estaba bien allí. Al poco rato me siguió ella, sigilosa como un gato que escudriña a su presa en la oscuridad. Tanto, que de no ser por ese perfume olor a violetas tan dulce que la caracterizaba, no habría reparado en su presencia. Decidí girarme después de meditarlo unos segundos, y la vi allí, de pié, con la rosa que hacía apenas hora y media le había regalado, encajada a la perfección en su pelo rizado color castaño, que ondeaba suave, con la floja brisa nocturna que movía también la falda de su vestido, fría, y gracias a la cual me mantenía despierto.
–No soy el chico que buscas –apunté, previo a tragar saliva-. No soy lo que parezco, sea lo que sea lo que parezco.
Ella frunció un poco el ceño. Su mirada melosa se tornó en desilusión. Parecía no comprender el porqué de mis palabras.
–Pareces un chico sincero, divertido, con mucho sentido del humor y del que parece imposible aburrirse–respondió despacio, casi sonriendo.
–En ese caso, está claro que soy un maestro del engaño.
–Puede ser, pero yo no busco un galán esta noche –continuó, ahora ya sí, sonriendo como la había visto hacer cuando me la presentaron-. Hoy lo que me apetece…
–Sé lo que buscas –interrumpí-. Buscas una distracción, como todos, algo que te llene ese vacío que te hace sentir sola, ese vacío que sabes que no llenará nada de lo que hagas hoy, pero que, a pesar de que mañana te arrepentirás de todo, conseguirás evitar esta noche durante un par de horas, y te hará sentir bien hasta que despiertes, y se deshaga el engaño…
Ella se acercó a mí, clavando sus ojos verdosos en los míos, y abrió la boca para replicarme lo que acababa de decir, pero yo fui más rápido.
–Estoy cansado de ser la mentira –continué- y de breves historias que desaparecen al día siguiente con la primera luz del alba.
–¿Cómo puedes ponerle fin a algo que no ha empezado?
–Acabará, y mal, como siempre –dije yo, girándome de nuevo hacia el mar.
–Eso no puedes saberlo –contestó ella, acercándose un poco más. Podía sentir su respiración a mi espalda.
Me situé de medio lado, subiendo una pierna a la barandilla, y me quedé observándola durante un rato, sin saber exactamente qué decir. Ella me sonreía graciosa. Estaba guapísima con su vestido rojo. El collar negro por encima de su escote, junto con la rosa que le había regalado, combinaban a la perfección haciéndola más guapa si cabe en medio de la oscuridad, que a pesar de las luces, la noche conseguía crear a su alrededor.
–No quiero hacerte daño.
Casi sin dejarme terminar la frase, apoyó un dedo en mis labios, y rogó silencio con un siseo suave y silencioso.
–Me encantas –susurró, acercando cada vez más su cara a la mía, hasta que nuestros labios se rozaron, y pude sentir presión de los suyos sobre los míos, fríos y húmedos, y un escalofrío me recorrió el cuerpo.
–No quiero hacerte daño –repetí, esta vez en voz baja.
–Pues yo –dijo con la voz más dulce que jamás he oído-… hace rato que no pienso en otra cosa.