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martes, 10 de julio de 2012

Otro trocito de novela.



Me acuerdo perfectamente de aquella tarde. Ella me quitó las llaves de la mano cuando me disponía a abrir el coche, y me apartó a un lado para poder abrir ella la puerta, diciendo:
                -¡Conduzco yo!
                -¡Es mi coche! –Aseguré yo sorprendido- No puedes pedirte conducir mi coche y esperar que te lo deje sin más.
                Me divertía. Hacía todo con una naturalidad y sin tan siquiera un ápice de vergüenza, que hacía que todo pareciese lo más normal del mundo. No podías ofenderte ante nada que ella pudiese hacer, porque en el fondo sabías que no lo hacía con malicia. Había algo en su comportamiento que te decía que lo hacía para divertirse, y que tú también te ibas a divertir. Era imposible negarle nada, porque era como negártelo a ti mismo.
                -Claro que puedo, ya lo he hecho –dijo con un aire burlón, cuando ya se estaba sentando en el asiento del conductor y poniéndose el cinturón.
                <<Bueno, por lo menos se pone el cinturón>> pensé yo, mientras me dirigía al otro lado del coche, al asiento del copiloto. En esos momentos ella estaba arrancando el coche, y por un momento dudé si pasar por delante, por si las moscas, y ella pareció darse cuenta, ya que cuando estaba justo en el medio, aceleró sin soltar el embrague y mi reacción –maldigo mi jodida reacción- no fue otra que apartarme de un salto hacia la acera, cayendo de bruces sobre el suelo mojado.
                Las carcajadas de Nahia podían oírse al otro lado de la ciudad.
                -¡Pero qué cojones haces! –exclamé desde el suelo.
                Ella no paraba de reír, y a mí me molestaba. Estaba molesto por esa acción, realmente lo estaba, pero su risa era como un sedante para mi alma. A cada segundo que transcurría, según me iba irguiendo hasta quedarme sentado, sentía como el enfado disminuía pese a que me habría gustado mantenerlo. Quería seguir estando enfadado, por orgullo, para que no se riese de mí más. Pero era imposible. Cuando ya me hube sentado en el suelo estaba sonriendo, y poco a poco iba contagiándome más y más, hasta que acabé compitiendo con ella por ver quién reía más alto.
                Menudo imbécil.



lunes, 25 de junio de 2012

“Y VOLVIÓ A SOBRARNOS LA ROPA UNA VEZ MÁS”.


Los ojos le brillaban como hace un rato vimos brillar la luna en lo alto del cielo nocturno. Estoy convencido de que de haberse ido la luz en ese momento, los habría visto brillar en la oscuridad, como si de dos estrellas se tratase. Entonces, se levantó y se puso sobre mi regazo en un alarde de poderío, y empezó a besarme el cuello, juguetona. Casi instintivamente, llevé mis  manos a su cintura y las fui bajando poco a poco al mismo tiempo que buscaba su boca; pero ella estaba a lo suyo, y me esquivaba picarona para seguir besándome en el cuello y en las mejillas. Yo necesitaba besarla, no podía aguantarme más; así que saqué mis manos de donde estaban y le sujeté la cara con fuerza. Ella intentó esquivarme una vez más, pero no fue capaz y la besé. El roce de sus labios fue increíblemente húmedo e intenso… fue como un trago de agua en un día caluroso, como el chute de heroína de un drogadicto, que lo saca de su miseria y le hace volar a un lugar mejor pese a que sabe que lo malo vendrá después.
                En ese momento comprendí que estaba prendado de ella, que ya no lo podía evitar. Era más suyo que mío, le pertenecía y deseaba con toda mi alma que así fuese. La necesitaba y quería que ella me necesitase a mí; y creo que ella se dio cuenta, porque tras el beso se echó hacia atrás y se quitó la camiseta con un movimiento de lo más sexi, para después volver a abalanzarse sobre mis labios. Volvía a sobrarnos la ropa una vez más, y yo ya no la podía parar. Empezó a…

                -Realmente –dice el hombre de camisa- creo que no son necesarios más detalles al respecto.
                -Son absolutamente necesarios –apunta el joven-. Hace un momento me dijo que no quería que se omitiesen detalles.
                -Te dije que no quería que tú los omitieses, no que yo no fuese a hacerlo.
                -Bien, pues déjeme seguir con mi historia y omita luego lo que le venga en gana –replica el joven, ansioso no tanto por seguir contando los detalles, sino por que le permitiese seguir recordándolos.
                -El dueño de la grabadora soy yo.
                -Estoy seguro de que el señor juez de turno estará encantado de oír como acaba.
                -Pero –repite el hombre alzando un poco la voz- el dueño de la grabadora soy yo, y yo elijo qué va a oír el señor juez, y qué no.
                -Usted se lo pierde.
                -¿Qué ocurrió después? –Pregunta el hombre tras unos instantes de silencio.
                -Continuó toda la noche.
                -¿Y al día siguiente?
                -Dormimos.








jueves, 29 de marzo de 2012

El dado.

                Yo estaba de pie con las manos en los bolsillos, pensando qué decir cuándo, con una pequeña sorpresa, noté un extraño objeto rozando mi mano derecha, y recordé ese pequeño dado de diez caras que había encontrado esta mañana bajo mi cama al tropezar con el cable de mi guitarra. Me llevé la mano a la cabeza recordando el golpe, y me dije para mí: << ¿por qué no? >>
                -Y bien, ¿cuál es mi regalo?
                -Toma, ten cuidado.
                -¿Qué es esto? ¿Un dado? ¿Me regalas un dado? –Preguntó atónita.
                -Jaja, no es un dado común… es un dado mágico –contesté improvisando. Ella se quedó mirándome, con la palma de la mano abierta sosteniendo el dado, con una pequeña sonrisa esbozándole por el rostro a la que no dejaba salir.
                -¿Y qué se supone que hace este maravilloso dado? –preguntó con cierto tono de ironía y curiosidad a partes iguales.
                -Mide cuánto te quiere una persona.
                -Ahá…
                -¿No me crees? Es muy fácil –dije serio-. Tan sólo tienes que pensar en la persona en cuestión. Concentrarte hasta el punto de que sólo la veas a ella, a sus ojos, su risa, su alma… y luego lanzar el dado.
                Ella se quedó pensativa un rato. Después apretó la mano, cerró los ojos, dejó pasar unos segundos, y tomando aire dejó caer el dado al suelo. Salió un uno.
                -Vaya… ¿pensabas en el profesor de física? –pregunté bromeando.
                -No… -contestó cabizbaja- pero tampoco me sorprende mucho el resultado.
                Dicho esto se agachó a recoger el dado, lo apretó entre sus dos manos y volvió a cerrar los ojos, esta vez con más tranquilidad que antes –me atrevería a decir que sonreía-, y al cavo de unos segundos lo dejó caer de nuevo. Esta vez salió un nueve.
                -¡No me jodas! –Dijo echándose a reír- ¡Lo has trucado!
                -¿Por qué lo dices? –le pregunté riendo yo también. Su risa era contagiosa cual bebé.
                -Pues… porque pensaba en ti.
                No dije nada. Me limité a mirar al suelo, hacia donde estaba el dado, y sin que le diese tiempo a reaccionar, cogí el dado y lo lancé con todas mis fuerzas lo más lejos que pude, perdiéndose entre los arbustos.
                -¿Pero qué coño…? –gritó estupefacta.
                -No funciona.
                -¿Qué?
                -Que no vale, no funciona, no dice la verdad…
                -Eres imbécil –dijo en voz baja, mientras una sonrisa empezaba a asomar por su rostro.
                -No funciona. Yo no te quiero un nueve, te quiero un diez.
                -Eres imbécil –repitió riéndose más todavía-, pero imbécil de verdad. Tu dado no tenía diez, el siguiente número era un cero.


miércoles, 23 de noviembre de 2011

Otro corto.

Salí a tocar la guitarra. Sí, salí afuera, a la calle. Me apetecía tocar en medio de la plaza, como hacen los que no tienen o fingen no tener. Lo que no tienen son ganas. Ganas de hacer algo que no sea pedir. Que me parece bien, eh. Aquí nadie está criticando... que para criticona mi madre. Aún me acuerdo de como se puso cuando le dije que salía a tocar la guitarra. "¡Ponte el puto chaquetón!" Decía la pobre. El caso es que cuando llegué allí, había un enano en medio de la plaza contando un chiste. No debió ser bueno, porque lo siguiente que vi fue a un montón de gente mirándolo con cara de asco, y a uno del fondo cogiendo una piedra dispuesto a lanzársela. El pobre enano lo intuyó y echó a correr, no obstante, enano era... esas patitas no dan para mucha velocidad. Murió allí mismo el desgraciado. Jaja, desgraciado, vaya paradoja... os la explicaría pero no me da la gana. El caso es que me recordó -lo de la piedra- a un viejo amigo mío que solía vivir de los tomates y los huevos que le tiraban. Qué cabrón. Lo tenía todo bien montado. No era mal cantante, pero cogía su flauta y cantaba a la vez que tocaba desafinando a propósito, para que le tirasen de todo. Era rápido de reflejos y recogía todo cuanto podía antes de que tocase el suelo. Y así fue haciendo vida. Con la música de hoy en día se le acabó el chollo... "Es difícil hacerlo peor que los que salen en la radio", me contaba. En fin. No sé que habrá sido de él. Lo último que supe es que empeñó la flauta para comprarse un silbato... y hablando de silbar. Mi vecino de antes era un loco que no silbaba. Sí, antes tenía otro vecino. El de ahora no me gusta, no tiene perro. Me encantan los perros. El de antes tampoco tenía. Odiaba a la gente que silbaba porque él no podía, y le molestaba. Siempre reaccionaba de forma violenta cuando silbabas en su presencia, llegando incluso a amenazarte con piedras que encontraba en el suelo. Le encantaba tirar piedras. Cualquier cosa valía para ello. Si eras feo, pedrada; si eras alto, pedrada; si eras listo, pedrada; si eras guapo, igual te invitaba a salir. No obstante si le decías que no te caía una pedrada. A veces hasta te tiraba piedras por contar un chiste malo. Una vez vi como le tiraba una piedra a un enano sin gracia y lo mataba en medio de una plaza. Después yo cogí mi guitarra y me puse a tocar. Montaron un corro a mi alrededor y nadie vio como la policía mataba a palos al loco. Después me entró el frío y me fui a por el chaquetón.

viernes, 11 de noviembre de 2011

En el bar.

(...)  
-No entiendo nada.
-¿Y porqué no se lo has dicho?
-Ella ya lo sabe. Paso.
-No es que lo sepa ella o no, es que lo sepas tú. Que te lo explique, que te dé una razón a tanta sinrazón… subo dos.
-Es que realmente no quiero saberlo.
-¿Pero qué coño…?
-No sé, meu. Quizá tengo miedo. Estoy mejor así. La felicidad está en la ignorancia… igualo.
-Eso lo dijo un ignorante, seguro.
-Un ignorante feliz. Paso.
-Es probable… yo más bien diría que la felicidad está en la mediocridad. Cuanto menos te exijas, más fácil te será cumplir tus objetivos, pero nunca destacarás en nada. Subo dos otra vez... Pasarás por el mundo sin que nadie tenga el más leve recuerdo de ti, sin haber hecho nada que merezca la pena ser contado, sin la sensación de haber cumplido, de haber utilizado bien tu tiempo.
-Sabes que opino como tú, es solo que…
-¿De qué tienes miedo?
-No estoy seguro. Igualo.
-¿Por qué tienes miedo, entonces?
-Qué más da. Quiero decir… ¿Por qué temes a la oscuridad? Porque desconoces qué hay más allá. Es el no saber lo que crea la sensación de incertidumbre que tanto aterra.  Subo cuatro.
-¿Cuatro?… yo no temo a la oscuridad.
-Eso dicen todos…
-Párate a pensarlo. Dices que la incertidumbre provoca miedo, y bueno, no deja de ser cierto. No obstante, aseguras también que la ignorancia da la felicidad, ergo el miedo es la felicidad. ¿Necesitas el miedo para ser feliz? ¿Necesitas vivir con miedo?
-Mmmmm, tal vez sea entonces que no me interesa.
-¡Oh vamos! Por supuesto que te interesa. Es solo que sabes de sobra lo que pasa. Que no es buena. Y no quieres confirmarlo, porque una mujer así no aparece todos los días, y te daría pena mandarla al cuerno. No voy.
-¿No vas? –Reí- ¿acaso tienes miedo?
-No. Iba de farol –dijo sonriente, como el que acaba de evitar una catástrofe.
-Yo también.
-Hijo de puta.
Y así matamos la tarde (...) 

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Récord Mosquicida.

(...)

-¿Quieres que te cuente la historia o esperamos en silencio mirando el pasar de los coches?

-Ardo en deseos de conocer tu… “anécdota”.

-Bien:

<<Como decía, la noche en cuestión era cálida, y dormir se había convertido en misión imposible, ya no solo por el calor infernal que hacía inútiles a las sábanas, sino porque una jauría de moscas y mosquitos habían tomado mi habitación como local de reunión y festejo, y danzaban a sus anchas como putas en una orgía de ricos. Y vaya, el calor pase, porque tampoco es que se le pueda hacer mucho, pero las moscas… no, me negué en rotundo. Así que me dije “o las matas, o no duermes”.

Pero claro, como en todo acto de defensa que requiere dar muerte, por mucha defensa que se trate, todo buen cristiano tiene algo de resquemor interior, una pizca de ética sin sentido que te sobreviene provocada por la carga de conciencia que el acto en sí conlleva. “¡A la mierda con la ética, son moscas!” estarás pensando, pero venga, mátalas tú –y llegados a este punto agachó la cabeza y se golpeó con la palma de la mano en la frente, sin dejar de reír, moviéndola de lado a lado. Me hacía gracia verla así-. Así que pensé, que si buscaba un motivo a mayores para acabar con sus sucias vidas y mi sufrimiento, tal vez acallaría a la vocecita de marras que tanto molesta.

Por lo tanto, y motivado por unas energías repentinas que me aparecieron sin causa aparente, me acerqué a mi fabulosa estantería llena de libros, y busqué en uno que tengo de records y moscas, cuál era el record mundial de moscas matadas en una noche, pensando que si mi acto servía para batir un record, pues no sería tan malo. Me llevé una grata sorpresa cuando descubrí uno muy interesante –“déjame adivinar, el de moscas matadas con un folio” interrumpió ella-… Casi –contesté-, “El record mundial de moscas cortadas por la mitad con un folio doblado”. –“Vaya por Dios”-…

 Tras leer esto, conté rápidamente el número de insectos que volaban por mi cuarto: 124. El record mundial estaba en 72, lo cual me permitía fallar 51 tajos sin miedo a no conseguir el récord. “Otra ocasión como esta no habrá” me dije. Así que agarré con garbo un folio en blanco que tenía sobre la mesilla, y haciendo eco de las más precisas técnicas de doblado, en un visto y no visto lo doblé por la mitad exacta, de forma que las esquinas coincidiesen a la perfección y sin… bah, una chapuza del quince, para qué mentir. Pero a mí me servía, salté sobre la cama, y me dispuse con todas las ganas del mundo a batir el récord. No se me podía escapar.

¡Zas! El primer corte había salido perfecto. Justo por la mitad. El segundo igual, ¡pim pam! En un visto y no visto había ya 4 cadáveres en el suelo. El 5º golpe casi lo yerro por falta de velocidad. Hay que mover la mano a velocidades muy altas para no aplastarlas en el intento… algo así como a 300.001 kilómetros por segundo… -hice una breve pausa deteniéndome a observar su expresión. Me miraba atónita, alegre, negando con la cabeza en pequeñas dosis-. Pero eso ya es otro tema.

El caso es que cuando llevaba 37 o por ahí, me di cuenta de que iba a ser más difícil de lo que pensaba. Pues entre pitos y flautas, me había equivocado unas cuantas veces y me quedaban aproximadamente unas 50 moscas vivas… cifra demasiado corta. Para colmo de males, las restantes eran la mayoría de estas diminutas que tocan los huevos a más no poder y que son casi inapreciables. Por no mentar que su vuelo es más irregular que un escroto. Vuelan como si de la danza del mono borracho se tratase. Me vi impotente… fatigado, exhausto… y cuando el sueño ya empezaba a hacer mella en mí, se me encendió la bombilla. –“A saber con qué maravillosa estratagema me deleitas ahora”- ¿Qué estratagema ni qué gaitas? Que se encendió la bombilla de la habitación. Desconozco la causa… pero así fue. Y todas las moscas y mosquitos volaron como locas despavoridas hacia ella, juntándose, y dándome a mí la posibilidad de atizarles bien atizado.

El caso es que tras ese golpe de fortuna, hice recuento de mutilaciones y tenía ya 78 medias moscas despilfarradas por el suelo, a falta de solo 1 para igualar el récord –“¿Pero el récord no eran 72?”- Mmmmmm, ¿dije 78? Vaya, uno no puede estar a todo… pues como iba diciendo, llevaba 71 al acabar el recuento, y ya solo me faltaban 2 moscas con las que acabar y habría batido el récord. Y de repente la vi. La mosca cojonera. La gorda, esa que molesta más que un palo en el culo. Esa tenía que valer doble. Estaba allí, al alcance de mi mano, ya solo tenía que… ¡oh! -Ella ya no podía más, estaba casi llorando. Nos habíamos subido al autobús ya, y observaba con calma como dos ancianitos se nos quedaron mirando con interés, como con ganas de saber por qué diantres a esa chica le costaba respirar de tanto reír. Una vez se hubo calmado, suspiró, y me preguntó: “¿Qué?”>>

-Creo que me he olvidado del final.



martes, 8 de noviembre de 2011

...

Se limitó a sonreír en la penumbra. Sin más, como si eso bastase. Y bastaba. Llamaba más la atención que la luna que tenía detrás. Brillaba más, y tenía un punto de especial, algo que jamás había visto en una sonrisa antes. Y es que esa sonrisa era mía, estaba ahí para mí. Se podía atisbar un preciso “cógeme” si prestabas atención. Embobaba, hasta el punto de que el planeta al completo te la traía al pairo. Ya podía caer una supernova y mandarlo todo a freír espárragos al calor del infierno, que por tu cabeza ni hacía ademán de pasarse la posibilidad de mover un músculo. No. ¿Para qué? si eso ya era mejor que cualquier cosa que pudiese estar pasando.