-¿No tienes frío?
Me volví para verla. Sus ojos oscuros como la noche cerrada me observaban con tristeza. Se acercaba sonriendo, paseando como si nada malo pasase, como si todo fuese normal, pero en sus ojos podía leerse a la perfección que no era así. Los ojos delatan a las personas, y a ella más.
-No es una noche bonita –contesté volviendo mi vista al cielo-. A las mezquinas luces de la ciudad a las qué creía estaba acostumbrado, se les ha unido esta bruma infernal, y juntas hacen inútil cualquier intento por encontrar una estrella a la que observar; una a la que mirar fijamente, mientras tus pensamientos vuelan sabe dios por qué recóndito hueco del universo; una a la que, si cabe, contarle todo aquello que te amarga hoy, todos aquellos secretos inconfesables que ella, como buena estrella, sabrá guardar mejor que nadie. Pero no está.
-Yo sé guardar un secreto –me dijo con ternura.
-No como ellas. Ellas no se preocupan, solo escuchan, son un desahogo perfecto.
Bajé la vista y la observé un rato. Fruncía levemente el ceño, como intentando comprender, debatiendo interiormente si era hora de llamar a un psiquiatra o si era posible que todavía me quedasen fuerzas y ganas para bromear. No estaba muy segura, pero se divertía.
-Las estrellas no hablan –dijo sonriente.
-¿Y quién quiere que lo hagan? Yo sólo quiero que escuchen. ¿Nunca les has hablado?
-Vale… deberías visitar a un médico. Y está empezando a llover. Ven, vamos allí, al menos no nos mojaremos –dijo señalando en dirección a un portal cuya puerta estaba introducida unos metros en la fachada del edificio-. ¿Por qué no me cuentas qué te pasa?
-¿Hasta qué punto es horrible desear hacer algo que sabes que está mal? –pregunté.
-Pues… hombre, todos tenemos a veces nuestros feos deseos, pero no importa lo que queramos hacer o no hacer. Importa lo que hacemos.
-¿Qué diferencia hay?
-Desear la muerte de alguien no te convierte en asesino.
-Quizá sí, si se te plantea la posibilidad de matarlo.
-¿Acaso has matado a alguien?
-jajaja, no, todavía no. Vámonos, tengo los pies congelados. Te acompaño a casa.
-No es necesario -contestó ella-, ten, coge este paraguas. Nos vemos mañana. Espero que algún día me dejes ser tu estrella.
Ya está, pensé, ya ha conseguido otra vez sacarme una sonrisa.
-Tal vez.
Y oyéndome decir esto último, se giró y se fue corriendo bajo las pocas gotas de lluvia que empezaban a caer, cerrándose a la vez el abrigo con las dos manos. Y mientras tanto yo allí quieto, con su paraguas en mi mano, viéndola irse.