Me acuerdo perfectamente de aquella tarde. Ella me quitó las
llaves de la mano cuando me disponía a abrir el coche, y me apartó a un lado para
poder abrir ella la puerta, diciendo:
-¡Conduzco
yo!
-¡Es mi
coche! –Aseguré yo sorprendido- No puedes pedirte conducir mi coche y esperar
que te lo deje sin más.
Me
divertía. Hacía todo con una naturalidad y sin tan siquiera un ápice de
vergüenza, que hacía que todo pareciese lo más normal del mundo. No podías
ofenderte ante nada que ella pudiese hacer, porque en el fondo sabías que no lo
hacía con malicia. Había algo en su comportamiento que te decía que lo hacía
para divertirse, y que tú también te ibas a divertir. Era imposible negarle
nada, porque era como negártelo a ti mismo.
-Claro
que puedo, ya lo he hecho –dijo con un aire burlón, cuando ya se estaba
sentando en el asiento del conductor y poniéndose el cinturón.
<<Bueno,
por lo menos se pone el cinturón>> pensé yo, mientras me dirigía al otro
lado del coche, al asiento del copiloto. En esos momentos ella estaba
arrancando el coche, y por un momento dudé si pasar por delante, por si las
moscas, y ella pareció darse cuenta, ya que cuando estaba justo en el medio,
aceleró sin soltar el embrague y mi reacción –maldigo mi jodida reacción- no
fue otra que apartarme de un salto hacia la acera, cayendo de bruces sobre el
suelo mojado.
Las
carcajadas de Nahia podían oírse al otro lado de la ciudad.
-¡Pero
qué cojones haces! –exclamé desde el suelo.
Ella no
paraba de reír, y a mí me molestaba. Estaba molesto por esa acción, realmente
lo estaba, pero su risa era como un sedante para mi alma. A cada segundo que
transcurría, según me iba irguiendo hasta quedarme sentado, sentía como el
enfado disminuía pese a que me habría gustado mantenerlo. Quería seguir estando
enfadado, por orgullo, para que no se riese de mí más. Pero era imposible.
Cuando ya me hube sentado en el suelo estaba sonriendo, y poco a poco iba
contagiándome más y más, hasta que acabé compitiendo con ella por ver quién
reía más alto.
Menudo
imbécil.