Los ojos le brillaban como hace un rato vimos brillar la
luna en lo alto del cielo nocturno. Estoy convencido de que de haberse ido la
luz en ese momento, los habría visto brillar en la oscuridad, como si de dos
estrellas se tratase. Entonces, se levantó y se puso sobre mi regazo en un
alarde de poderío, y empezó a besarme el cuello, juguetona. Casi
instintivamente, llevé mis manos a su
cintura y las fui bajando poco a poco al mismo tiempo que buscaba su boca; pero
ella estaba a lo suyo, y me esquivaba picarona para seguir besándome en el
cuello y en las mejillas. Yo necesitaba besarla, no podía aguantarme más; así
que saqué mis manos de donde estaban y le sujeté la cara con fuerza. Ella
intentó esquivarme una vez más, pero no fue capaz y la besé. El roce de sus
labios fue increíblemente húmedo e intenso… fue como un trago de agua en un día
caluroso, como el chute de heroína de un drogadicto, que lo saca de su miseria
y le hace volar a un lugar mejor pese a que sabe que lo malo vendrá después.
En ese
momento comprendí que estaba prendado de ella, que ya no lo podía evitar. Era
más suyo que mío, le pertenecía y deseaba con toda mi alma que así fuese. La
necesitaba y quería que ella me necesitase a mí; y creo que ella se dio cuenta,
porque tras el beso se echó hacia atrás y se quitó la camiseta con un
movimiento de lo más sexi, para después volver a abalanzarse sobre mis labios.
Volvía a sobrarnos la ropa una vez más, y yo ya no la podía parar. Empezó a…
-Realmente
–dice el hombre de camisa- creo que no son necesarios más detalles al respecto.
-Son
absolutamente necesarios –apunta el joven-. Hace un momento me dijo que no
quería que se omitiesen detalles.
-Te
dije que no quería que tú los omitieses, no que yo no fuese a hacerlo.
-Bien,
pues déjeme seguir con mi historia y omita luego lo que le venga en gana
–replica el joven, ansioso no tanto por seguir contando los detalles, sino por
que le permitiese seguir recordándolos.
-El
dueño de la grabadora soy yo.
-Estoy
seguro de que el señor juez de turno estará encantado de oír como acaba.
-Pero
–repite el hombre alzando un poco la voz- el dueño de la grabadora soy yo, y yo
elijo qué va a oír el señor juez, y qué no.
-Usted
se lo pierde.
-¿Qué
ocurrió después? –Pregunta el hombre tras unos instantes de silencio.
-Continuó
toda la noche.
-¿Y al
día siguiente?
-Dormimos.
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