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miércoles, 2 de noviembre de 2011

A los pocos, ya se sabe.

Empezaba a oscurecer. El clima veraniego estaba asentado y se negaba a marcharse, pese a las indirectas que su compañero de después le lanzaba en forma de pequeños chubascos. No era capaz de adivinar uno si quería llover o no, por esta razón la gente todavía no tenía muy claro si debía o no recuperar sus chubasqueros del fondo de sus armarios. De todas formas, no es algo que a mí me importase. Nunca me importó la lluvia. Mojarme es algo tan típico en mí como el respirar. Y no porque me guste, pero los paraguas y yo nunca nos llevamos bien, pues suelen estorbar cuando no me hacen falta, y esconder sus sucios culos cuando los necesito, así que simplemente lo asumo, y si llueve, me mojo. Pero no me mojé aquella tarde.

Salí a correr, que me gusta hacerlo cuando está entrando la noche. La luz no es demasiada ni insuficiente. Te da esa paz que te produce el no ser visto, a la vez que evita que te desgracies un tobillo contra una piedra en mitad de las sombras. Incluso el frío es el justo. Además, no sé si os habéis fijado, pero los mejores espectáculos paisajísticos ocurren siempre cuando muere la tarde. Esa despedida del sol tras el final de la vista, dejando los últimos resquicios de su luz adheridos al cielo, como el olor de la chica que se queda encerrado en el coche durante los instantes siguientes al beso de despedida, ese olor que se niega a marcharse… y que una vez se va sigue impreso en tu mente unos instantes más, hasta que despiertas. Adoro el anochecer, más incluso que la propia noche.

En cuando a la tarde que nos ocupa en este momento, tuvo mucho de especial. Amenazaba lluvia, y el pequeño trozo de sol que todavía podía ser visible, no lo era por estar oculto tras unas nubes agrisadas  que no cubrían del todo el cielo, dejando ver a cachos un cielo acariciado por los pocos rayos de sol que conseguían llegar a él. En el lado opuesto estaba dejándose ver ya la luna, casi llena, también vista entre nubes, como arropada pero a la vista, muy típico de nuestro astro, que poco o nada le gusta pasar desapercibida. Tras quedarme unos segundos junto al portal de mi piso, observando el paisaje todavía con la llave en la mano, tragué saliva, la recordé una vez más, y eché a correr con la vista fija en el horizonte, dejando la luna taras de mí, con la solemne promesa de que volvería, como siempre.

El piso en el que residía, cuyo alquiler pagaba siempre con retraso, estaba relativamente cerca de la universidad. La ubicación de ésta última, para muchos desafortunada, era para mí un gran acierto, en las afueras de la ciudad. Llegaba a ella desde mi casa, atravesando un camino bastante estrecho y de un solo sentido de circulación –salvando a los temerarios-, que va a dar a una carretera más ancha y bien asfaltada que termina en el mismo centro del campus. Era un camino estrecho como dije, algo largo, con campillos a ambos lados, unos con cultivos de todo tipo, y otros abandonados y descuidados. Era un sitio maravilloso para pasear cuando no circulaban coches –de ahí mi manía de salir a correr de noche-. Los vecinos de la zona solían sacar a pasear a sus perros por allí, y según te acercabas al campus, ibas encontrándote coches mal aparcados donde las parejas consumaban sus amoríos a escondidas –y no tan a escondidas…-, y un poco más allá, de día, veías multitud de estudiantes tumbados, sentados, o corriendo mientras leían, jugaban a las cartas o perseguían una pelota; y por las noches parecía un lugar completamente diferente sin ellos ocupándolo. Y en esas estaba yo, en medio de mi carrera nocturna, tan ensimismado en mis pensamientos y desvaríos, que no la vi venir, y poco más me doy de bruces con ella.

- ¡Oh! ¿qué diablos haces tú aquí? (...)


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